Para un hombre, hablar de las mujeres es una asignatura pendiente que no se aprueba con el paso de los septiembres, que no se aprende repsando los versos escritos en cien cuerpos diferentes, que se desaprende con cada adios, que se enquista con los besos robados en la noche.
Para que un hombre pueda acercarse a definir a una mujer, debe pagar el peaje de su ausencia, porque este es un privilegio reservado a unos pocos, a los que han pasado en silencio muchas tardes grises sin la luz de su compañía, a los que han completado las escenas de su esencia con la espuma del mar batida contra los acantilados de los pueblos del norte; con el viento que mece la hierba en las tardes del verano tardio; con los suspiros de los niños; con la fragancia de la calma; con todo lo etéreo e intangible que adornan los sueños.
Completar el "es" exige haberlas amado y haberlas llorado en igual proporción, renunciar a las mieles de su piel cuando lo que hay en el otro platillo de la balanza es un instante compartiendo la tierra que ellas pisan, la tierra que tan bien conocen, la tierra que representan.
Para un hombre, conocer a una mujer debe ser capaz de sentir sin barreras, de comprender que la eternidad se fragua con segundos seguidos de otro segundo, que la tristeza es el reverso de nuestra sonrisa, que el sacrificio late en la sangre desde la concepción, que la mirada habla más que todas las lenguas, que las explicaciones, al uso, sobran porque no existen; que lo bello no es lo obvio...
Para un hombre, mientras, le bastará con coleccionar su paso por su vida, engañándose omo aquel que vive el carnaval a través de un cristal
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