Mis manos recorriendo el infinito espacio de su espalda, jugando a avanzadilla del deseo que pesadamente buscaba apostarse su piel contra la mia a todo o todo. EL aroma a sexo invadía la estancia incitandonos a emborracharnos del otro, no era preciso, disponíamos de la eternidad encerrada en cada segundo que transcurríamos juntos. Notaba como su cuerpo se erizaba y suavemente se contraía a medida que mi tacto se perdía en la frontera de su vientre. No había necesidad de buscar más alla, el latido compartido saciaba el apetito por lo prohibido.
Un beso lanzado al aire fue lo único que rompió el silencio entre dos amantes naufragos del otro, que se vinieron a encontrar en medio de un oceáno de tiempo en la orilla de lo improbable. Siguió el silencio, y la letra de mil canciones se puso al servicio de un adios inminente, no sonaban, pero las sensaciones vividas y encerradas en sus melodías se atropellaban en cada uno de los suspiros cruzados.
Más silencio, penumbra, y el salado roce de una lágrima sirvieron de entrantes de un banquete de preguntas sin respuesta, de anhelos no satisfechos, de soledades con muchos nombres de compañeros de viaje, de "por qués" huerfanos de "porques".
Las lágrimas, que habían encontrado acomodo en nuestro festín de piel, rabia contenida y espíritu invitaron a los susurros a contar mentiras piadosas, y estos a su vez, como viento del norte, espolearon a nuestros labios a buscar refugio en los labios del otro, y nuestra esencia compartida se vació de nuevo en el recipiente de nuestros cuerpos cansados.
El tiempo, mientras, seguía robándonos la vida dulcemente, grabando la memoria de cada instante a fuego en la rugosa supeficie de una utopía que por deslices del destino se le robó al imposible.
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