Murió Benedetti y yo estaba en Madrid, a punto de volar de nuevo hacia mi exilio voluntario, hacia el destino que interpreté en su palabras, torciendo eso si sus renglones a la imagen de una isla con volcán. Murió el maestro que tradujo mi inquietud en poesia que sirviera de guia a un corazón en vela, en relatos que daban respuesta a una soledad que era doble hasta que empecé a compartirla con sus letras. Murió el cordón umbilical que me presentó al más bello de los platónicos, a la esencia de quien siempre estará tan lejos y a la vez tan dentro, dejándome como legado la esperanza de su compañía el relleno a medida de su ausencia. Murió un amante de la libertad del hombre como reivindicación de su condición humana y puramente individual. Murió pero no demasiado, siguiendo la senda de lo predicado esperó lo suficiente para añorar a su querida Luz, y se fue, sin ruido dejando un hastaluego prendado en nuestra penumbra.
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