Las olas seguían rompiendo, mientras la brisa cargada de salitre terminaba de embotar todos mis sentidos, dejando mi consciencia a la libre merced de las brujas del mar. La tarde se pintaba con los colores de la nostalgia y las vidas que siempre soñé se retrataban fugaces en la espuma que acariciaba la negra costa. El silencio era ruido y el ruido se amortiguaba en el infinito como una lejana cadencia de susurros del ayer. No había tristeza en los suspiros, tampoco cabía, acaparaba toda la escena un surrealista desfile de imágenes proyectadas en esos ojos que todo lo registran “con sombras y a mano”. Una enorme sensación de levedad comenzó a recorrer suavemente mi espalda, traspasando el resto de mi cuerpo hasta acostarse en la planta de mis fatigados pasos, dotándome de la libertad que siempre se encierra tras la prisión de la soledad compartida.
Seguía sin aparecer la tristeza y el día, harto de sujetarse en lo alto del firmamento comenzó a elegir el traje de su despedida, sin percatarse de que entre manto y manto teñía la cúpula que comparte con la noche. La marea decidió recogerse y desnudar el escote de los acantilados, dejando sutil entrever la promesa, que mucho más allá esconde, ofreciendo su misterio para aquel que en esta vida o en otra decida vivir al otro lado.
El sol, finalmente, se despidió con un rojo guiño, la noche me besó la nuca y nadie comenzó a estar presente. A esa hora todo seguía bien, la libertad campando a sus anchas, la soledad brindándome lo mejor de su compañía, la tristeza no presente y yo en ninguna parte, pendiente de que mi sin sentido cupiese en algún recipiente, para después destilarlo y beber de su esencia cada día en los que la vida me sobrepase con elementos objetivos, disfrazados de realidad.