Antes, ayer, hace un instante, las palabras brotaban del manantial de mi soledad, ahora esa misma soledad fértil en suspiros, derrotas y desalientos se ha tomado un respiro por vacaciones o por prescripción médica, harta de acompañar a quién colecciona rostros siempre de paso, siempre accidentalmente, siempre a la distancia precisa para no implicarse. Como un Pinoccio que abandona a este titiritero de los sentimientos que ahoga su pena en la representación de sus miserias, en el teatrillo ambulante que recorre los barrios del mundo recaudando monedas a cambio de dulces mentiras.
Antes me reconocía en el espejo de una tristeza cargada de razones creadas al efecto, solo ayer me erigía como abogado defensor de mi causa perdida, esgrimiendo magistrales argumentos ante un tribunal que desde el inicio tenía la sentencia firmada por unanimidad. Hace apenas un instante recogía lágrimas en el fondo del mar, coleccionaba lamentos egoístas en medio de una tormenta de silencios, cosechaba nostalgias etiquetadas con latidos que ya no me pertenecían, con entrada de registro en el olvido.
Antes la culpa era suficiente para aliviar durante un par de pasos estos hombros que todo aguantaban y hoy crujen amenazando con romper la leyenda que tantos aclamaron y tan pocos acompañan. Ayer aún compartía distancias en un combate a última sangre con la que más me ha enseñado de mí, de la vida, de los límites de la cordura, de la más honda locura, del peso del respeto y del abismo de su ausencia, de lo que de verdad importa a fuerza de abrazar atillos de espinos envenenados con lo insignificante. Hace un instante volvía a despedirme de la promesa de un mañana envuelta en tus labios y ahora desconozco que viene tras este segundo que ahora consumo excepto que sigo en pie y continuo soñando.