viernes, junio 29, 2007

Encuentros

Era media tarde, corría una leve brisa que se llevaba a ratos mi pensamiento hacia algún lugar remoto más allá del azul horizonte que se proyectaba sobre la Plaza de la Candelaria. Santa Cruz presentaba su más típica estampa, una ciudad descongestionada pero lo suficientemente concurrida como para darle ese aspecto de urbe importante. La gente, como si quisieran cumplir con su leyenda, se limitaba a pasear, sin rumbo fijo, disfrutando del momento, confiándose a los pasos que conocen el camino. La prisa es un concepto, y el presente se escribe despacio en la isla, al menos a esa hora.

Me acompañaba un conocido, y la conversación se movía peligrosamente entre la densidad y el plomo, desafortunadamente, ninguno de los dos conseguíamos remontar la situación, y casi era cumplimentar torpemente el trámite hasta nuestro destino lo que nos obligaba a rellenar los huecos con cuestiones profesionales inconexas y un enorme tropel de formulas hechas. Así, entre frase y frase, llevado por el piloto automático que rige ese tipo de situaciones, me abandoné a toda clase de reflexiones. Cualquier pensamiento resultaba interesante, casi como cuando tocaba prepara un examen y de repente hasta a lo más absurdo que pudiera suceder a tu alrededor le encontrabas la gracia suficiente como para robarle al estudio un instante que se convertía en horas.

Buceando en ese limbo de ideas apareció ella, su aroma secreto invadió la escena, mezcla del exotismo de las tierras del sur y el misterio de un destino que en otra vida me vio nacer a la orilla de su río. Instintivamente, busqué su rostro tras las ondas que dibujaban su melena, pero refrené el impulso para entretenerme en el laberinto de su cabello, color de la noche con reflejos de todos mis otoños. Después su figura, pequeña, como gran esencia, ágil, inquieta como la eterna niña que siempre he soñado conocer, pasaba a confirmar lo que por una parte quebraba la muralla que protege mi vida.

Su tránsito, durante un fugaz pero intenso segundo, se resume distraído, en una suerte de accidente y oportunidad. Nunca pensé tan rápido, nunca sentí tan despacio. Era ella, en otro escenario jamás pensado, en mi exilio, en mi montaña mágica.

Locura y realidad se confundieron, el tiempo y las circunstancias se derretían como los relojes que hace años dibujaba con su biro. Olvidé el lenguaje, condené a la lengua a un destierro sin caducidad; el anhelo, hasta la angustia, por el reflejo de su mirada, por el todo encerrado en su sonrisa…Mil momentos condensados en un segundo, no era ella, y la herida volvía a suturarse con los remiendos del recuerdo. La tarde seguía apacible, y aún quedaban diez minutos hasta el parking.